Junto a tratados de medicina, teología o derecho, la Edad Media también atesoró toda suerte de conocimientos prohibidos, escritos relacionados con la magia, la astrología o la alquimia, ciencias heterodoxas que la cristiandad había recibido de la antigüedad pagana y cuyo indudable atractivo hacía mella en aquellos que comenzaban a leer sus primeras páginas. De ahí que las autoridades civiles y eclesiásticas tuvieran buen cuidado de negar su contenido a la inmensa mayoría de la población, quedando su lectura reservada a un puñado de eruditos.
La llegada de la imprenta favoreció la difusión de todo tipo de saberes, incluidos los prohibidos que, desde los primeros momentos, atrajeron el interés de miles de personas, deseosas de conocer una ciencia heterodoxa hasta entonces vedada. De nada sirvieron las condenas inquisitoriales o las amenazas de arder en el fuego infernal. La curiosidad de hombres y mujeres fue más poderosa que el miedo a ser juzgados por la posesión de estos textos clandestinos.
Este es el escenario empleado por algunos de los más renombrados escritores actuales, que han hecho del libro proscrito y vetado el protagonista de sus novelas, transformando su búsqueda en peripecias y aventuras que atraen la atención del lector desde la primera página. De poco sirve que el autor de tales aventuras se empeñe en aclarar que el libro nunca existió: la legión de seguidores acumulados en su periplo hace de su búsqueda una cuestión vital. Veamos algunos de los ejemplos más representativos.
Si hay un libro que, por méritos propios, merece el privilegio de abrir esta selección de textos imposibles, ese es el llamado Libro de Thot. Se trataría, según todos los indicios, de un rollo o serie de hojas que contendrían todos los secretos de los diversos mundos y daría un poder considerable a sus poseedores. Su origen se remontaría a 10.000 ó 20.000 años atrás y su autor sería el dios egipcio Thot, quien inventó, según la tradición, la escritura y actuó como secretario en las reuniones de los dioses. Es decir, transmitió la escritura a la humanidad y escribió el más antiguo de todos los libros, copiado en secreto en numerosas ocasiones y que contendría el misterio del poder ilimitado.
La primera alusión a esta obra aparece en el llamado Papiro de Turis, descifrado y publicado en París en 1868, donde se relata una conspiración mágica contra el faraón, encaminada a aniquilarlo, junto con sus principales consejeros, por medio de hechizos practicados con figuritas de cera construidas a su imagen y semejanza. Descubierta la conspiración, la represión fue terrible: más de cuarenta funcionarios fueron condenados a muerte, otros se suicidaron, mientras que el Libro de Thot fue quemado entonces por primera vez.
Esta obra maldita vuelve a aparecer más tarde en la historia de Egipto en manos de Kanuas, hijo de Ramsés II. Al parecer, este faraón poseía el original, escrito de puño y letra por Thot, donde se enseñaba, entre otras cosas, la manera de mirar al Sol cara a cara, la forma de conseguir el poder ilimitado sobre la tierra, el océano y los cuerpos celestes; daba facultad para interpretar los medios secretos utilizados por los animales para comunicarse entre ellos y permitía resucitar a los muertos. Dada la peligrosidad del texto, Kanuas decidió destruirlo. También hay constancia del Libro de Thot en las inscripciones de la llamada estela Metternich, descubierta en 1828 y datada en el 360 a.C., donde el propio Thot anuncia que hizo quemar su libro y que expulsó al demonio Set y a los siete señores del mal Desde entonces, y a lo largo de los siglos, todo mago que se respete alardea de poseerlo, si bien nunca ha aparecido una copia del mismo. Quizá influya que, cada vez que un mago se jacta de tenerlo, un accidente pone fin a su carrera.
Labyrinthus Mundi
Tomando como hilo argumental la existencia de un supuesto manuscrito hermético desconocido, el escritor canadiense Ross King creó toda una trama ambientada en la Inglaterra del siglo XVII para su novela Ex libris (Ed. Seix Barral, 2003). Labyrinthus Mundi (El laberinto del mundo), título del hipotético manuscrito, aparece descrito como un pergamino datado a comienzos del siglo XV, cuando había sido copiado de un papiro original, en la actualidad perdido, y traducido al latín por un amanuense de Constantinopla. Consistía en un fragmento de entre diez y doce hojas de papel vitela encuadernado en arabesco que será buscado, infructuosamente, por los pintorescos personajes que pueblan las páginas de Ex libris.
Desde la antigüedad, los sacerdotes egipcios fueron vistos como poseedores de una sabiduría, oculta al resto de la humanidad, que les había sido transmitida por Thot, poderoso patrón de los escribas, señor y creador de la escritura y, por extensión, de todas las ciencias y las artes que dependen de ésta y que se asociaban a los templos: la magia, la medicina, la astrología y la alquimia. Con posterioridad, los griegos lo identificaron con el dios Hermes y, en algunos casos, con Trimegisto, el tres veces grande. Éste se constituyó, a lo largo de toda la Edad Media y el Renacimiento, como el centro de todas las explicaciones relacionadas con la cultura egipcia. Bajo su nombre aparecieron gran cantidad de escritos en lengua griega en los que se abordaba la astrología y las ciencias ocultas, las virtudes secretas de plantas y piedras, así como la magia basada en el conocimiento de tales virtudes, la fabricación de talismanes para alcanzar los poderes de las estrellas… En resumen, toda una amplísima literatura destinada a practicar y tratar la magia astral.
Pero, además, también se vincularon con su nombre una serie de tratados filosóficos que describían la religión egipcia y sus secretos iniciáticos. Estas obras, base de la filosofía hermética, se agrupaban bajo dos grandes títulos: Asclepius y Corpus Hermeticum. Asclepius describía la religión de los egipcios junto a sus ritos y fórmulas mágicas, mediante los cuales conseguían transmitir a las estatuas de sus dioses los poderes del cosmos. Corpus Hermeticum se inicia con Pimander, descripción de la creación del mundo en términos parcialmente similares a los empleados en el Génesis bíblico. Los tratados restantes, por su parte, relataban la ascensión del alma a través de las esferas de los planetas hasta llegar al reino divino, proporcionando también descripciones estáticas del proceso de regeneración por medio del cual el alma conseguía liberarse de las cadenas que la ataban al mundo material y quedar así impregnada de los poderes divinos.
Pese a la creencia generalizada de que estos escritos eran de origen antiquísimo, obra de un sacerdote egipcio de gran sabiduría, lo cierto es que fueron realizados por varios autores desconocidos, probablemente griegos, entre los años 100 y 300 de nuestra era y que utilizaron una mezcla de platonismo y estoicismo, combinada con influencias hebraicas y pérsicas a la hora de su redacción. ¿Qué sabiduría se transmitía en el Corpus Hermeticum? La propia de los hombres del siglo II, época de redacción de todos los tratados conocidos como herméticos. Entre las convicciones firmemente arraigadas en estos escritos, que pasaron a sus receptores renacentistas, destacan dos: la antigüedad como sinónimo de santidad y pureza y la inclinación por buscar el origen de todas las cosas en los tiempos más remotos. La mayoría de estos libros tuvieron un enorme éxito tanto en la antigüedad como en la Edad Media, si bien fue el Renacimiento su momento estelar, cuando sabios como Marsilio Ficino, Cornelius Agrippa o Giordano Bruno encontraron en ellos las claves para su intento de reforma de la sociedad medieval.
Necronomicón
Nos encontramos ante el libro prohibido por excelencia, cuya búsqueda ha obsesionado a personas de los cinco continentes desde que, en 1927, Howard Philips Lovecraft mencionara su existencia. Todo comenzó con el envío privado, por parte de Lovecraft a sus amigos escritores, de la llamada Historia del Necronomicón. Privado porque no tenía intención de publicarla, si bien, en 1938, un año después de su muerte, se editaron ochenta ejemplares a modo de panfleto de homenaje por parte de la Rebel Press.
Las únicas referencias precisas a esta obra aparecen en el mencionado borrador, donde se dice que su título original es Al-Azif, en referencia a la palabra utilizada por los árabes para describir el sonido nocturno producido por los insectos y que, supuestamente, es el aullido de los demonios. Su autor, Abdul Alhazred, más conocido como el «poeta loco de Sanaa», vivió a caballo entre los siglos VII y VIII de nuestra era en Yemen, si bien pasó largas temporadas de su vida en el desierto Dahna, al sur de Arabia, uno de los lugares más desolados e inhóspitos del mundo, habitado, según la tradición, por espíritus malignos. Los últimos años de su vida los vivió en Damasco, donde escribió Al-Azif. De su muerte se contaron cosas extraordinarias, entre otras, que fue atrapado por un monstruo invisible a plena luz del día y devorado horriblemente ante un gran número de testigos.
Hacia el año 950, Al-Azif ya había circulado, de forma subrepticia, entre los más destacados filósofos de la época. Fue entonces cuando se tradujo en secreto al griego por Theodorus Philetas de Constantinopla con el título de Necronomicón. Una representación de la ley de los muertos. Durante los siguientes cien años impulsó a algunos investigadores a realizar terribles experimentos, circunstancia por la que fue prohibido y mandado quemar por el patriarca Miguel. Pero no acaba aquí la historia de este libro maldito. Al parecer, se salvó una copia que fue traducida al latín en la Edad Media y, ya en la Edad Moderna, fue impreso por dos veces: una en el siglo XV en Alemania y otra, en el siglo XVII, en España, circunstancias que han podido determinarse por las marcas tipográficas de ambas ediciones, puesto que ninguna de ellas presentaba lugar, fecha o impresor alguno. Nada se conoce de los manuscritos árabe, griego y latino. Las ediciones impresas, sin embargo, se conservaban en diversas bibliotecas, entre otras, la British Library, la Bibliothèque Nationale de París, la Widener Library de Harvard o la Biblioteca de la Universidad de Buenos Aires.
Desde 1927 y hasta el momento actual son muchos los lectores de Lovecraft interesados por hacerse con un ejemplar de este libro maldito, si bien todas las búsquedas han resultado infructuosas. Posiblemente nos encontramos, como en tantos otros casos, ante una «broma intelectual» del escritor norteamericano (AÑO/CERO, 92).
El centésimo nombre
Cuenta el Corán que hay 99 formas de llamar a Dios, pero habría una centésima, un nombre escondido cuya invocación serviría para ganar los favores del cielo en los momentos dramáticos en los que se teme el fin del mundo. Esta es la trama argumental sobre la que se asienta El viaje de Baldassare (Alianza Editorial, 2001), del libanés Amin Maalouf, novela que tiene por protagonista a Baldassare Embriaco, un comerciante de antigüedades del siglo XVII, que viajará por todo el Mediterráneo tras un libro mítico, El centésimo nombre, de Abu-Maher al-Mazandarani, obra que revela el último nombre de Dios, manual que apenas se puede leer y que deja poco menos que ciego a quien lo intenta. Un libro que encierra toda la sabiduría y que resulta clave para salvar uno de los momentos críticos de la historia de la humanidad, 1666, más conocido como el Año de la Bestia (AÑO/CERO, 166). Según las profecías apocalípticas, el fin del mundo acaecería en un año que contuviera todos los años: el 1666, según el alfabeto numérico romano.
Al término del siglo XVI y comienzos del XVII, muchos pensadores empezaron a sospechar que los acontecimientos que estaban ocurriendo ante sus propios ojos eran los que traían consigo el principio del milenio, el regreso de Cristo como Mesías político y el comienzo de su reinado milenario en la Tierra, que había de ser precedido o bien seguido por el Día del Juicio, cuando se salvarían los auténticos creyentes reformados. Diversos hechos políticos fueron interpretados como señales de que Dios estaba actuando en la historia, allanando el camino a los gloriosos acontecimientos milenarios: el declive del todopoderoso imperio español a manos de potencias emergentes, el final de la Guerra de los Treinta Años o la unión de las coronas inglesa y escocesa, fueron algunos de los hechos históricos considerados. Esta nueva manera de describir los símbolos y profecías de las Escrituras, especialmente en los libros de Daniel y el Apocalipsis, relacionándolos con personajes e instituciones históricas, hizo que se considerasen los acontecimientos políticos y sociales de la época como los penúltimos pasos que se darían antes del advenimiento del milenio y el establecimiento del «Quinto Reino» pronosticado por Daniel, que conllevaría la identificación y derrocamiento del Anticristo, la reunión de las verdaderas Iglesias cristianas, la conversión de los judíos, la reaparición de las Tribus Perdidas de Israel, la reconstrucción del Templo de Jerusalén y el restablecimiento de los judíos en la Tierra Santa.
A través del viaje de Baldassare, somos testigos de las diversas corrientes milenaristas que sembraron el mundo del año 1665, así como de la búsqueda de uno de esos libros sobre los que fabulan sabios, locos, fanáticos y bibliófilos.